Crónica de un atentado

Todavía tengo luz e internet. Afuera el mundo se está desmoronando otra vez mientras por mi ventana veo a dos viejecitas paseando el perro y la raja del culo de un indigente que, con medio cuerpo metido en un container, hace esfuerzos por no caer dentro. Tantra, mi gata, me observa entrecerrando los ojos ajena a los hechos. En las Ramblas un desquiciado acaba de llevarse por delante a una muchedumbre.  Por lo menos todavía tengo luz e internet.

Los diferentes canales de televisión se afanan en cubrir el suceso. Las informaciones son contradictorias. Las fuentes poco fiables. Dicen que el conductor de la furgoneta puede estar encerrado con rehenes en un restaurante turco junto al Liceu. Otros aseguran que se ha producido un tiroteo en Via Laietana y que el conductor lleva explosivos adosados a su cuerpo. Vuelvo a mirar por la ventana. Una de las ancianas se ha marchado después de recoger la cagada de su perro; el indigente no hace más que sacar mierda del container bajo la atenta mirada de la otra mujer. Me pregunto si después volverá a meter toda es porquería dentro. En los medios ya no hay duda: la policía confirma que se trata de un atentado terrorista. La barbarie golpea otra vez en esta parte del mundo. Me fijo en si se escuchan sirenas. Silencio. Un extraño silencio. Después de un interminable mes, el paleta del tercero ha parado de taladrar sobre mi cabeza.

Tantra se lame la barriga tranquilamente desde el extremo de su cucha. Desde hace unos meses le gusta ponerse en el extremo de su cama, que a su vez se encuentra situada en su parte del sofá, y de vez en cuando se cae y me roba una carcajada pero eso no evita que al cabo de un rato vuelva a verla haciendo equilibrios. Siempre me ha gustado cuando los gatos se muestran torpes. Supongo que es el sentimiento de inferioridad que tengo hacía ellos. Que se caigan demuestra que ni siquiera ellos son perfectos. Desde hace un tiempo, como decía, Tantra se coloca en el extremo del sofá, años atrás se miraba en el espejo. Se ponía delante del espejo que hay en el salón y se tiraba horas observándose, como si estuviera meditando o intentando llegar a alguna conclusión sobre si el gato que se mostraba en esa especie de ventana a otro mundo, era realmente ella. Después hubo un día en el que dejó de mirarse, no sé si porque se aburrió de su imagen, del espejo, o si llegó a alguna conclusión de la que no ha soltado prenda hasta el momento. Hay días en los que creo que Tantra es una maestra yogi o una iniciada en secretos que los humanos apenas sospechamos. Lleva entre nosotros más de veintitrés años y no parece que tenga ganas de marcharse. Ahora le ha dado por jugársela en los bordes de su cucha, quizás, se me ocurre, es el método que tiene para aferrarse a esta realidad. Quizás ya ha alcanzado el nirvana y, como ocurre en los sueños, sentir que se cae la ayuda a seguir con nosotros. Seguro que esta noche me encuentro alguna bola de pelo en el pasillo o encima de la alfombra, quizás también lo haga para recordarme que sigo aquí.

El móvil comienza a vibrar. Mi familia y amigos preguntan dónde estoy y cómo me encuentro. Sereno. Estoy sereno y limpio. Me pregunto qué debe estar pasando en las casas de putas y en los narcopisos. Si las mamadas se habrán detenido, si las madames habrán decretado el estado de excepción, apremiando a sus clientes para que se corran de una vez y se marchen de allí cuanto antes, o si por el contrario se ha creado un ambiente más íntimo, pues la muerte parece estar un poco más cerca. A lo mejor la proximidad de lo inevitable hace que surja una bonita historia de amor de todo esto,  o puede que a las putas les haya dado por llamar a su hijos y se haya roto todo el hechizo.  ¿Quién sabe? En los narcopisos no tengo dudas de lo que ha sucedido: “vamos a por un chute más…”

El teléfono no deja de vibrar. Un amigo de un amigo tiene un conocido dentro del cuerpo de los Mossos de Escuadra y le ha pasado una circular en el que se alerta de un atentado inminente. Hemos pasado de la alerta 4 a la 5. Quizás finalmente veamos tanques por las calles de Barcelona. En mi ventana el indigente ha seleccionado lo que va a reutilizar de la basura y ha vuelto a meter toda la mierda dentro del container. La abuela ha desaparecido del mapa. En la televisión hablan con testigos que se encuentran encerrados en las tiendas y bares de los alrededores de las Ramblas. Los periodistas buscan deliberadamente que estos se emocionen y que hablen del horror que están presenciando. Ninguno de los testigos parece haber estado realmente en la zona del ataque, sus informaciones son vagas y vacías de contenido. Los periodistas hacen lo que pueden para mantener la tensión del momento. Tantra no se inmuta… se lame y me mira hastiada.

Más mensajes. “Hay una furgoneta llena de terroristas dirigiéndose a Girona. Evitar salir de casa y sobretodo donde haiga mucha gente no vayais”; “en la autovía de Castelldefels  acaba de darse a la fuga una furgoneta Iveco blanca y a atropellado a dos personas en hospitales. Placas robadas en Castelldefels 130bcc”; “peugeot box blanca. Alerta con una furgoneta blanca renault kangoo, 0871JYG. Va con dos tipos con posibles cinturones con explosivos”. La gente no está para normas ortográficas, imagino que los que escriben los mensajes lo hacen mientras escapan de las furgonetas mencionadas, por ello tampoco han podido ver claramente si era una Kangoo o una Vito, no digamos ya la matrícula. Gracias a Dios (ente por el cual se está llevando a cabo todo esto) están sanos y salvos y pueden avisar de los peligros a los que se expone la población civil que quiera reunirse en masa.

En la televisión avisan de que un conductor, que aparentemente no tiene nada que ver con los terroristas, se ha dado a la fuga de un control de policía situado en la diagonal y, en medio de la confusión reinante, los mossos lo han abatido al creer que se trataba de un terrorista. Hablo por teléfono con un amigo y hacemos cábalas sobre qué le puede haber llevado a saltarse el control de policía. Llegamos a la conclusión de que iba puesto hasta las cejas, quizás llevaba algo de mierda encima. Mal día para hacer negocios.

La operación Jaula es una realidad. En cada uno de los puntos de salida de Barcelona, ya sea por tierra, mar o aire, hay estrictos controles de seguridad. Se busca al conductor de la furgoneta que ha arrollado a cientos de personas en las Ramblas y a sus posibles cooperadores. En los medios no saben si el hombre del restaurante sigue encerrado con sus rehenes. Se suceden las informaciones contradictorias. Por ahora el numero de muertos asciende a cuatro, pero hay decenas de heridos graves por lo que se espera que  el numero de fallecidos crezca rápidamente. Los periodistas parecen desear que así sea. No deja de impresionarme la cobertura que se le dan a los hechos. Por momentos me recuerda a un partido de futbol, pero en vez de un partido del barça se retransmite una masacre. La gota que colma el vaso es la banda sonora que en algunas cadenas ponen de fondo. Ya no es más un partido de futbol, ahora ya es más identificable, no me extrañaría que en cualquier momento aparezca en cámara Arnold Schwarzenegger empuñando su famosa recortada.

A pesar de las indicaciones de la policía decenas de curiosos se agolpan alrededor de los periodistas que cubren a pie de calle el atentado. Parecen ávidos de sangre, deseosos de conocer de primera mano lo sucedido. Me los imagino dentro de unos años enseñando con fingido horror las fotos de esta fatídica tarde, como si hubieran estado en San Fermines o en las Fallas. No sé qué es peor si los medios de comunicación o los individuos que rondan por el lugar de los hechos intentando descubrir a qué huele la muerte.

Ya he tenido suficiente de los curiosos, la prensa y los mensajes que no dejan de llegar a mi teléfono. Tantra bosteza y muestra sus colmillos y su boca que es más grande de lo que parece. Por instantes me recuerda a una serpiente. La observo y me doy cuenta de que podría ser una serpiente. Tiene ojos de serpiente. Boca de serpiente. Colmillos de serpiente… y no deja de mirarme. Me esta diciendo algo que no logro comprender. Algo así como que lo mejor que puedo hacer es irme al gimnasio, hacer un poco de deporte y olvidarme por un rato de la locura humana. Seguro que por un día el gimnasio está vacío. Decido llamar antes para asegurarme de que no han cerrado. El recepcionista, abrumado, me comenta que mantendrán abierto hasta nuevo aviso, al parecer los mossos no se han puesto en contacto con ellos para que cierren las instalaciones. Está nervioso, si a algún terrorista se le ocurre entrar en el gym él será el primero que se encuentre. Mientras hablo con él salen a la luz las primeras fotografías del supuesto responsable del atentado, la fotografía es más propia de una Kardashian que de un yihadista. Un selfie en un baño. No me extrañaría que la foto la hayan sacado de Instagram. Al parecer hasta los terroristas practican el juego occidental del ego y la “fama”. Me quedo, si cabe, más contrariado.

Llego al gym y no salgo de mi asombro. Son muchos los que han pensado de la misma forma que yo. En las cintas hay hombres y mujeres que corren mientras ven los informativos de última hora. Las fotos del presunto terrorista invaden las pantallas y por un momento tengo un deja vu, de repente tengo la certeza de que vivimos en el futuro. De que esto solo es el principio de lo que nos espera: terroristas, atropellos, selfies, gente más preocupada por su imagen que por su integridad física, batidos de proteínas, comida espacial en la tierra, culos perfectos, duros, sonrisas de lata, periodismo amarillo, deseos de caer bien, sonrisas perfectas, pantallas por todas partes, la tiranía de lo correcto, me gusta, me gusta, me gusta por todas partes… En medio de todo este torrente de ideas la instructora de la sala, la cual normalmente no me habla, se acerca y me pregunta si “todo está bien”, como si en realidad le importara. Asiento, luego pienso… ¿Todo está bien? Comenzamos a hablar sobre lo sucedido, sobre lo fácil que parece cometer semejante barbarie, lo fugaz que es la vida bla bla bla y de repente ella suelta eso ya tan manido sobre el Islam y los yihadistas: que el Islam verdadero no son los terroristas que atentan contra la población civil, que ninguna religión promueve los asesinatos… y eso, en su boca, me parece una frase vacía, fantasmagórica. Como si la hubiera escuchado en alguna parte y ella no hiciera otra cosa que repetirla cual autómata porque es lo que toca. Porque en el fondo no queremos creer que una parte de la población mundial pueda vernos como su enemigo. Porque no nos consideramos malas personas. Porque reciclamos y firmamos peticiones de Greenpeace y nos escandalizamos durante unos minutos cuando por las noticias salen bombardeos en Siria y nos atragantamos con la comida. Y vuelvo a pensar en Tantra y en un artículo que leía hace poco donde un experto en felinos explicaba que si los gatos fueran más grandes, no dudarían en comernos. Probablemente esto sea lo mismo, a pesar de sus colmillos no puedo imaginarme a Tantra comiéndome.


Enamorada del amor

Hoy en NA una chica ha contado una historia. Todo el mundo cuenta historias en NA. Normalmente son historias tristes, incluso me atrevería a decir que lamentables, aunque es probable que algunas puedan ser consideradas historias de superación. Pero la tónica general son historias que versan sobre si robaba para poder pagarme la droga; que si perdí tantos trabajos por no presentarme o presentarme con un aspecto inaudito; que si la vida hacía tiempo que no tenía sentido y en vez de tirarme desde un quinto piso y ahorrarle sufrimiento a la gente comencé a drogarme, optando por la peor de las muertes, esa que es lenta y jode a todas las personas que te importan, etc, etc. Pero esta chica, Jessy o Jenny o como demonios se llame, siempre he sido muy malo para los nombres, ha contado algo que ha creado un ambiente especial en la sala. Hoy no ha sido una velada más en NA.

La chica no debe tener más de veinticinco años y hace seis meses que está limpia a pesar de que su hermano trafique. Él sabrá… Además, por lo visto, está comenzando a dejar de soñar con “la sustancia”; el otro día incluso llegó a rechazarla en un sueño. Una buena señal.

Se puede decir que es una chica agradable. Hay días en los que aparece con el pelo liso, largo y castaño todo recogido en una coleta, lo que provoca que se le estire la cara y se le formen unos ojos negros atigrados. Está entrada en carnes sin llegar a ser gorda o gordita y, exceptuando la ralla de los ojos, no suele ponerse maquillaje. Todo ello hace que sea una mujer agradable a la vista y que por momentos llegue a tener cierto aire de actriz porno. Pero no sólo es bastante agraciada, sino que, por lo menos ahora, desde que se ha desenganchado de toda la mierda que tomaba (ketamina en su mayor parte), parece una persona que no juzga a los libros por su tapa, lo que le otorga cierta calidez humana. Además, no tiene pelos en la lengua, suelta lo primero que se le pasa por la cabeza sin inmutarse, lo que hagan los demás con ello no es su problema. Yo, que hace relativamente poco que estoy yendo a las reuniones, lo he podido comprobar en diversas ocasiones. Digo, lo de que tiene cierta calidez humana, pues es de las pocas personas que me habla cuando hay un “break” y más de una vez la he pillado mirándome y siempre parece ruborizarse.

La cuestión es que estábamos allí, un viernes más, escuchando las historias y desgracias de los presentes, cuando Jenny o Jessy o cómo diablos se llame, ha soltado “creo que a mi lo que me pasa es que estoy enamorada del amor”, dejándonos a todo un tanto confusos. Según parece la chica ha estado unos días en un centro budista, buscando su yo espiritual y haciendo las paces con su alma, teniendo la suerte de conocer a un joven que la ha cautivado. Está muy contenta y bla bla bla y, bueno, si, realmente me alegro por ella, pero no sé qué futuro tiene dicha relación. La razón no es otra que, por lo visto, Jessy o Jenny siempre ha sido muy activa sexualmente. Si estaba con un chico se lo follaba hasta sacarle la última gota de semen. Le encantaba sentir el efecto que provocaba en los hombres, saber que siempre que ella quisiera podía poseerlos y jugar con ellos y que le metieran un buen trozo de carne entre las piernas y la empotraran contra la pared. Y por lo visto con este chico, el que ha conocido en el centro busdista, no ha pasado nada de eso. Todo ha ido muy despacio, apenas se han tocado y está muy contenta de cómo están yendo las cosas entre ella y él. Porque se ha dado cuenta de que estaba “enamorada del amor”. A ella lo que le gustaba era el sentimiento de los primeros días. Esos días en los que, si hay química, la pareja se folla como si no hubiera mañana; esos días en los que te mueres de ganas de ver a tu amado o amada y hacerle sentir el hombre o la mujer más bello/a del planeta. Le encantaba el amor a primera vista, pensar que esta vez si era el adecuado, que no había duda pues, entre otras cosas, nadie la había follado como él hasta ahora. Y su mente comenzaba a divagar sobre la vida que llevarían juntos y en los numerosos lavabos que visitarían furtivamente y en las vacaciones, esas en las que se pondrían hasta el culo de todo lo que hubiera,  cayendo exhaustos en la cama de un hotel a las tres de la tarde del día siguiente con el coño dolorido y una incipiente cistitis en camino. A ella, se ha dado cuenta ahora, lo que le gustaba era todo esto. Le gustaba el amor en sí mismo y por eso nunca se había enamorado de nadie. Pero ahora todo parece ser diferente y espera que así sea. Se lo va a tomar con calma. Ya no necesita que le digan que está buenísima, que la laman de arriba abajo, que le azoten el culo y la muestren en público como un trofeo. Todo eso ya ha pasado. Ya no necesita tener diez orgasmos y dejar las sábanas de la cama empapadas o irse a una disco y follarse a ese chico tan mono y tímido que no ha parado de mirarla en toda la noche pero que no se atreve a dar el paso. Ya no, ahora es una mujer nueva y apenas se han tocado con su nuevo amorcito. Todo ha sido muy sano, inocente y aséptico.

No hay forma humana de describir las caras y gestos que iban haciendo los personajes de la sala. La pobre no se daba cuenta, o no quería darse cuenta, pero hay ciertas cosas, por mucha sinceridad que se quiera tener en estos sitios, que no se pueden explicar. Si les digo la verdad, no me hubiera extrañado que la hubiesen violado allí mismo. Los colmillos de muchos han salido a relucir y sólo hubiera faltado que alguien, un desalmado hijo de puta, hubiese tirado una bolsa con diez gramos en medio de la sala. Eso habría sido una bacanal.  Las miradas cómplices y las risitas ahogadas, han ido sucediéndose durante y después de su intervención. Se podía ver en sus ojos lo que estaban pensando. Las más bajas ideas han vuelto a aparecer y no me extrañaría que alguien de los allí presentes se haya marchado al camello más próximo a comprarse una dosis y destrozarse la polla mientras pensaba en que, ojalá, la hubiera pillado en otro tiempo. Pero ella se ha quedado en su sitio, feliz. Contenta por no ser más de esa forma y por escupir todo eso delante de nosotros, sacarlo de su cuerpo, hacerlo patente, real. Lo que nosotros hiciéramos con ello no le importaba lo más mínimo.

Después, en el “break” ha pasado por mi lado, me ha echado una miradita y me ha preguntado que qué tal estaba, que se alegraba de verme nuevamente, que hacía ya unas semanas que no venía. Ha apoyado sus manos en las mías con un gesto de complicidad y se ha marchado a hacerse un café como quien no quiere la cosa. Removiendo muy lentamente el azúcar, mirando a ninguna parte.


Una varita de verdad

Boo Boo estaba tirada al borde de su cama sin hacer nada. La tarde hacía ya rato que se había echado a perder. Al final no había quedado con sus amigas para ir al cine y Tom, aquél loquito que tanto le gustaba, se había ido a no se dónde a hacer de las suyas. De modo que Boo Boo se quedó en su cuarto mirando al techo, sin hacer nada, en una tarde de domingo como cualquier otra.

Boo Boo apenas tenía dieciseis años, pero ya era toda una mujercita. Si algo se le metía en la cabeza normalmente lo conseguía. Sus padres, hacía tiempo que no le negaban nada pero no porque fuera una niña malcriada, sino porque, normalmente, Boo Boo pedía sólo aquello merecía. A los seis pidió, por Navidad, una bicicleta sin rueditas y sus padres se la negaron porque tenían miedo de que se cayera. Ella, empecinada, estuvo dos días sin probar bocado. Se sentaba en la mesa, bebía agua y, por mucho que sus padres le dijeran que tenía que comer y la amenazaran con futuros castigos, ella no cedía. Algo dentro suyo le decía que la merecía, que no estaba pidiendo nada que no fuera posible conseguir, que era justo que tuviera esa bici y que por ello era necesario luchar. Además Santa Claus seguro estaba de su parte. De modo que se sentaba con aire triunfal en la mesa y los observaba comer a cada uno de los integrantes de su familia mientras sus padres, preocupados, le rogaban que comiera. No fueron pocas las horas que estuvo frente a sus platos pues en su casa existía la norma de que nadie podía levantarse de la mesa hasta que hubieran terminado sus platos. Fue así como la hora de la comida se transformaba en la hora de la cena y la hora de la cena en la hora de ir a dormir, pero Boo Boo no comía ni una pizca. Fue por ello que al cabo de dos días el padre de ella apareció en la puerta del colegio con una bicicleta nueva y con cierto orgullo se la entregó a su hija. Algo le decía que Boo Boo estaba destinada a hacer grandes cosas.

Años más tarde Boo Boo se disfrazó de Campanilla por Carnaval. El disfraz era perfecto, tenía sus alas, sus orejas puntiagudas, su vestido hecho girones y la habían maquillado con purpurina por toda la cara y los brazos por lo que cuando le tocaba la luz no paraba de brillar. Boo Boo sentía que podía volar, que Peter Pan podía aparecer en cualquier momento persiguiendo a su sombra y que te tendría que ayudarlo a atraparla. Pero había algo que no terminaba de encajar del todo. Boo Boo se miraba en el espejo y en su mirada se percibía que algo le rondaba por la cabeza. Aunque estaba ilusionada por salir a la calle y disfrutar de la cabalgata, algo no terminaba de dejarla disfrutar de todo ello. De pronto su madre le pregunto:

  • ¿Boo Boo qué ocurre?
  • La varita –respondió Boo Boo mirando al suelo malhumorada-, la varita no es de verdad.

Su madre, sin querer, soltó una sonora carcajada. No entendía cómo podía ser que Boo Boo demandara una nueva varita, una varita de verdad.

  • Pero cariño, las varitas de verdad no existen…

Boo Boo la miró a los ojos y no dijo nada pero momentos más tarde se fue a la ventana y tiró la varita por la ventana. No quería saber nada de una varita que no cumpliera su cometido.

Ahora, en su cama, mirando al techo, Boo Boo recordaba aquél episodio y se le dibujaba una sonrisa en el rostro. Quizás no había varitas, quizás este mundo no fuera tan mágico como a veces sentía, pero estaba decidida… a la mañana siguiente se marcharía para no volver más.


Holly

Hoy al volver a casa me he encontrado a mi novia follando con un desconocido. La verdad que me ha parecido muy extraño, Holly siempre escucha mis pasos cuando subo las escaleras y viene a recibirme a la puerta de casa pero hoy no ha venido. Al entrar en el piso, he cerrado la puerta y la tranquilidad que reinaba en el ambiente ha hecho que me recorra un escalofrío por la espalda. He avanzado lentamente por el pasillo que conduce al cuarto pensando que Holly quizás se había perdido.

 Hace ya unos años, por Navidad,  perdí a la perra de mi madre. Un Braco de Weimar o Weimaraner. El animal más bello que haya existido. Un todo terreno. La llevábamos con mis amigos a un acantilado que daba a parar en una cala cercana a casa, cogíamos una piedra, casi siempre de grandes dimensiones, y la tirábamos a la cala o al mar y el Braco bajaba a toda velocidad por la ladera de la montaña, sorteando todo tipo de arbustos, árboles y demás vegetación por una cuesta de unos cuarenta cinco grados, para después llegar a la playa y encontrar la misma piedra que habías tirado entre centenares de ellas y traerla nuevamente subiendo la ladera de la montaña. Un espectáculo. Después hubo un día, cuando era un teenager, que le pegué porque no había hecho caso a una orden. El braco se acordó de ello y la segunda vez que lo hice se fue para no volver jamás. La tarde en que desapareció me fui con la moto a buscarla por los alrededores pero, en el fondo, pensaba que tarde o temprano volvería. Más tarde llegó mi madre a casa y ella se pasó una semana buscando al braco por todas partes. Volvía de trabajar agotada pero igualmente se iba a buscarla. Nunca la había visto tan desolada. Yo empapelé parte del pueblo con su foto ofreciendo recompensa por algún tipo de información y hubo gente que llamó diciendo que la habían visto pero nunca volvimos a saber de ella. Supongo que lo peor de todo el asunto es no saber que diantres sucedió. A medida que fue pasando el tiempo, en mi cabeza se fueron acumulando las diferentes posibilidades de lo que le podría haber ocurrido. Incluso hoy que escribo estas palabras imagino con angustia todo lo que le pudo acontecer. Pero por muchos esfuerzos que hicimos, nunca volvimos a saber de ella.

De modo que avancé por el pasillo con la sensación de que Holly se había perdido. Prefería que atropellaran al maldito perro, o que me lo envenenaran, a pasar de nuevo por todo lo que pasamos con el braco (un remordimiento sigue dentro mío  y sé que moriré con él). Abrí la puerta del cuarto y allí estaba ella. Holly salió y me dio un lametón, estaba feliz por verme, supongo que el aire de felicidad que reinaba en el ambiente se le había contagiado. Los perros son así, si estás feliz ellos también. “Ángeles correteando entre demonios”, como decía mi abuela. Después he levantado la mirada y he visto como al desconocido se le encogía el rostro tomado por el miedo más antiguo del mundo, ese miedo de “me estoy follando a tu mujer”. He mirado toda la escena y me ha salido del alma:

-¿Verdad que la perra folla bien?

Después me he ido al salón con Holly a mi lado, me he servido una copa y me he sentado en el sofá. Holly se ha puesto en mi regazo demandando mimos, yo le he dado un sorbo a la copa. Hemos encendido la tv y puesto el partido. El Barca iba ganando. Messi, como de costumbre, estaba haciendo un gran encuentro.


Amor de madre

Hace ya algún tiempo, cuando era poco más que un niño que empezaba a demostrar cierto carácter indómito, mi madre, que nunca antes había conducido un coche en su vida, decidió aprender a conducir. Recuerdo cómo la acompañábamos todos a practicar. Nos íbamos a un barrio tranquilo de nuestro pueblo, uno de esos barrios residenciales en los que apenas circulan coches y los niños juegan en la calle, para que ella aprendiera a meter las marchas y girar por aquí y por allá. El coche era un Citroen Mehari, cómo olvidar esa barca maravillosa en los que disfruté de muchos de los paseos más hermosos que he tenido en un coche. En ese coche todo eran ventajas, te podías subir a él como quien aborda un barco pirata, en la parte de atrás cabíamos todos, mis amigos, yo, los perros y las pelotas que siempre nos acompañaban y en verano el viento siempre te acariciaba la cara. Quizás lo único malo era que cuando se rompía alguna parte del coche la arreglaban con fibra de  vidrio que se metía por los poros de la piel y no dejabas de rascarte durante días. Pero era un mal menor comparado con todas las ventajas del auto.

Mi madre se tomaba la cosa en serio y recuerdo que no manejaba del todo mal. A veces no le entraba alguna marcha –hay que decir en su favor que las marchas del mehari eran un tanto particulares- y se calaba el coche y todos los habitantes del mismo salíamos disparados hacia delante  y otras, mal que le pese a mi madre, entraba la marcha de golpe y uno tenía que agarrarse fuertemente a lo que pudiera para no caerse a la carretera. En general, todos se lo tomaban con humor. Mis amigos reían sin parar y para ellos era poco menos que un parque de atracciones. Cada vez que veían al amigo de mi madre venir a casa pedían a gritos ir a practicar con el coche pero a mí no me hacía mucha gracia, me gustaba el mehari, que como ya he dicho, es el coche que asocio a mi infancia, pero no me gustaba, no entendía que mi madre tuviera tan poca pericia conduciendo y creía que, tarde o temprano, alguien saldría herido de todo ese sin sentido, por lo que no era raro verme haciendo aspavientos y chinchudo. Mi humor, claro está, no ayudaba a mi madre y en sus prácticas siempre había pequeñas o grandes discusiones que terminaban conmigo bajándome del coche para salvar la vida y a mi madre pegándome cuatro gritos en medio de estos barrios residenciales, donde se supone que la vida es fácil y pausada y donde los gritos están prohibidos.

La cosa es que un día, cuando mi madre ya manejaba medianamente bien a pesar de no tener el carné, me llevó al colegio después de comer. Mi clase tenía que cantar en la sala de actos y todos los padres habían sido convocados para ver aquél circo. Eran las tres de la tarde y la calle que rodeaba la escuela se encontraba poblada por cientos de niños que corrían, gritaban y se peleaban por llegar antes a las puertas del colegio -siempre tendré en mi recuerdo cómo nos pegábamos por ser los primeros en la puerta y así entrar antes que nadie al patio-. Si la memoria no me falla habíamos discutido por algo. Todo había comenzado en casa y se había alargado durante el trayecto lo que hacía que mi madre condujera peor de lo que sabía y de repente nos encontramos en un cruce frente al colegio, en el que siempre, a esas horas, había un policía que se encargaba de que nadie atropellara a los niños. Y no sé si fue la discusión que ya traíamos encima, o si al ver al policía mi madre se puso más nerviosa de lo normal porque sabía que no tenía el carnet o si lo cientos de niños que correteaban de aquí para allá hicieron que mi madre tuviera que realizar un giro inesperado o si fue todo junto. Lo único que recuerdo es la sacudida que dio el coche cuando giró el volante para meterse por la nueva vía y cómo el mehari acabó empotrado contra una esquina. El policía, sin entender la maniobra, sin saber qué había pasado, se acercó y consoló, galante, a la atractiva mujer del auto naranja. A mí se me fue el mal genio de golpe y después de que el policía se fuera sin pedirle el documento mi madre me gritó: “¡lo ves, por eso suceden los accidentes!”. Después yo me bajé del coche, al cual no le había pasado nada, era un mehari, y me fui raudo a la sala de actos. Mi madre aparcó el coche no sé dónde y apareció como si nada hubiera pasado entre el público. Todos dijeron que lo habíamos hecho muy bien.


Contigo empezó todo

La luz era más blanca de lo normal y el aire estaba particularmente limpio mientras las gentes de nuestra querida ciudad comenzaban a poblar la Barceloneta. Había personas corriendo, montando en bicicleta y algunos ya comenzaban a bañarse en el mar mientras otros estiraban sus toallas en la sucia arena de nuestras playas, impacientes por ponerse morenos. Había cierta belleza en el discurrir de todos los acontecimientos vividos hacía sólo unas horas y el hecho de no tener más dinero y saber que ahora sí iba a tener que despedirme de mis compañeros de piso de manera irremediable, me hacían sentir más ligero, casi etéreo. Me extrañaba que a cada paso que daba no fuera desapareciendo cual castillo de arena golpeado por las olas, deshaciéndome sobre el camino que me llevaba hacia lo que era ya mi antiguo hogar. No sabía qué era lo que iba a hacer, no sabía dónde iba a dormir esa noche, ni la siguiente, ni qué era lo iba a comer. En el restaurante me daban de comer una vez por día, dos si hacía turno doble, pero lo de tener un techo sobre la cabeza era un tema bien distinto. Mike, mi dulce y enano Mike, me iba a matar pero por otro lado sabía que Fivi iba a estar contenta y que Leo, gracias al desastre que acababa de cometer durante las pasadas horas, tendría un poco de buen sexo pues ella se iba a quitar un peso de encima. Pensaba en cómo las desgracias de unos son las dichas de otros, en cómo la suerte se reparte por nuestras vidas y en la particular manera que tiene el azar, la estrella, de entrelazarse en cada una de nuestras existencias. Fivi, gracias a mis malas decisiones y a dejarme llevar por mis más bajos instintos,  estaría unos días de buen humor, como si el mundo finalmente hubiera hecho aquello que era justo, aquello que convertía de una vez por todas a nuestra realidad en el mejor de los mundos en los que podemos vivir. El karma, la providencia, el destino o lo que diantres crean que existe, finalmente habían hecho aquello para lo que habían sido creados y yo, Max Shipman, iba a tener aquello que merecía: el destierro del piso de Galileo 14. No podía dejar de imaginar la cara que pondría Fivi cuando se enterara, seguro que estaría unos días de buen humor. Leo, Mike e incluso Fatima, a la cual sospecho que le hacía gracia tenerme allí -aunque sólo fuera para joder un rato a Fivi-, tendrían unos días de paz y armonía por lo menos hasta que algo más se entrometiera en el camino de esa loca finlandesa que creía que cualquier injusticia era una causa para el superhéroe que llevaba dentro. Quizás el próximo inquilino tendría que sufrirla también, quizás su próxima cruzada fuera el agua de las macetas de la vecina que chorreaba por la fachada de nuestro edificio cada vez que se ponía a regar; o quizás la tomara con los borrachos de la calle que, aunque no daban a su cuarto, sabía que le molestaban por la posibilidad cuántica de que el cuarto que daba a la calle fuera el suyo o quizás Leo se diera cuenta de una vez por todas que Fivi estaba con él simplemente porque era manejable y le daba todo el poder que una zorra chauvinista de altos valores puede desear, y la dejara de una vez por todas y tuviera que enfrentarse a la dura realidad de encontrar a alguien con el que poder compartir su vida. No sé, no sabía que era lo que le depararía el futuro a mi archienemiga, pero camino del piso del que iba a ser desterrado, algo me decía que tarde o temprano, ese karma, providencia o destino que ahora estaban en mi contra, harían con ella lo mismo que me iba a pasar a mi. Tarde o temprano  – también Fivi- recibiría su merecido.


Mad Max

 

Nadie sabía cómo diantres lo hacía pero el muy condenado siempre aparecía con alguna chica nueva. Daba igual si estaba con pareja o soltero. El muy cabrón siempre nos dejaba a todos pasmados cuando, sin previo aviso, asomaba con una mujer que no conocíamos. Está claro que ninguna de las chicas con las que aparecía estaba del todo fina, pero si nos hubieras preguntado a los presentes si le hubiéramos metido un viaje a cualquiera de ellas la respuesta siempre hubiera sido la misma: “¡desde luego!”

¿De dónde las sacaba? Nos preguntábamos sin encontrar una explicación razonable. ¿Esas eran las mujeres que poblaban los psiquiátricos de España? ¡Vendita locura! Exclamábamos una y otra vez después de ver a cada una de estas chicas. Nosotros, en cambio, llegábamos a nuestras casas enfrascados en las decenas de complejos y todas las tentativas fallidas que habíamos acumulado a lo largo de la noche. Pero Max, ese dulce y tan a menudo caudillo Max, traía mujeres de todos lados. Y lo gracioso es que, casi siempre, el perfil era el mismo; chicas de mirada perdida, culo respingón y pinta de ser una fiera en la cama. No sé cómo diantres lo hacía el muy condenado. Además, por si fuera poco, todas no hacían otra cosa que cuidarlo; le pagaban las copas, lo llevaban de aquí para allá en su coches, lo ayudaban a comprar su medicación. Todas chicas de habla monótona, apagada, chicas de la parte alta de Barcelona, con decenas de problemas en su mirada, pero chicas a las que nosotros le hubiéramos vendido nuestra alma si la situación lo hubiese requerido. Y a él, sin embargo, parecía que todo ese amor que las chicas demostraban, esa devoción sin sentido y fuera de toda lógica, le molestara de modo que hacía todo lo posible por mostrar que estaba enfadado, como si su presencia allí fuera un regalo para todos nosotros.

 Toni, mi muy querido y tan a veces impulsivo Toni  -al cual me imagino destrozándose la polla con rabia y maldiciendo al techo después de cada uno de estos encuentros- tenía la teoría de que les vendía la moto con el rollo de que era un pobre loco desamparado. Alguien al que el universo había escupido y que sólo la condición femenina, sólo las mujeres de corazón y amor desbordante, podían consolar. “El tipo lo que hace es vender ese rollo de soy rarito, nadie me entiende” -decía Toni con cara de mala hostia-, “necesito un poco de amparo y que me la chupes, sólo así podré recuperarme de mis brotes. Bueno, eso y que, además, seguramente, el muy cabrón tiene un trabuco ahí escondido. Y no lo neguemos, eso ayuda. A las tías les debe encantar follarse un pene sin solución. Seguro que les gusta sentirse sucias y utilizadas por ese cabroncete. Si, cada vez lo tengo más claro. Al final los tipos como tú y yo, esos que creen en el AMOR a las primeras de cambio, no nos llevamos esta clase de mujeres. Y ojo. No digo que podría enamorarme de ninguna de ellas. Ni mucho menos. Esas chicas tienen verdaderos problemas, pero qué duda cabe de que estaría más cerca de Dios y toda su maldita creación si alguna noche, la que fuera, acabara con alguna de estas desquiciadas calentando mi cama”


Una bonita imagen

Molly iba sentada en el vagón del metro camino de su casa después de trabajar. Ya no sabía ni qué día era, “uno más”, pensaba para sus adentros, “a quién diantres le importa…”. A su alrededor la gente se encontraba sumergida en sus smartphones, chateando, leyendo, comunicándose, quizás, con gente que se encontraba a miles de km, con gente que podían estar en la otra parte del mundo, gente que Molly nunca conocería y que tenían sus problemas y alegrías, sus risas, y ahora, en ese preciso momento, estaban chateando con las personas que estaban a su alrededor y eso a Molly le hacía reflexionar sobre lo cerca y lo lejos que estaban todos ellos. Todos desconocidos, los de al lado y los de la otra parte del mundo. Todos demasiado lejos. Molly se encontraba sola un día cualquiera saliendo del trabajo camino de casa sin nada más que sueños.


Si los hijos de puta volasen…

Solíamos quedar por la tarde en cualquier terraza de la ciudad. Nos encontrábamos allí después del trabajo -si lo teníamos- sin que nadie supiese qué iba a ocurrir. Me refiero a que unas inocentes cervezas podían convertirse en cualquier clase de disparate y, sabiéndolo, acudíamos al encuentro con sonrisa pícara en el rostro. Me maravillaba lo fácil que era quemar el día siguiente, como si nada importara realmente, sólo nosotros y unos tragos más, nosotros y esa maldita sustancia blanca, nosotros y nuestros futuros remordimientos, nosotros y esas frías noches de invierno en las que no existían mujeres que nos calentaran. Nos engañábamos, elucubrábamos cualquier tipo de teoría que en nuestra cabeza era una dulce melodía. Quiero decir, sensata. El que ha vivido una época así ya sabe de lo que hablo. El manido tópico  de “yo no tengo un problema” o la famosa frasecita “me meto un par y me voy que mañana tengo cosas que hacer”. Y quizás lo peor de todo, aquello que más repercusiones tenía, era que éramos capaces de gastarnos todo lo que había en nuestra cuenta corriente, daba igual si estábamos a principios de mes o a finales; si había mucho o poco dinero. Siempre nos quedábamos a cero. Recuerdo cuando nos despertábamos en casa de vete tu a saber quién y terminábamos debiendo dinero a este o aquél dealer, cuando no nos debíamos dinero entre nosotros -os puedo asegurar que no hay nada peor que pagarle al dealer al día siguiente, si alguna vez me he sentido gilipollas ha sido en estas ocasiones-. Pero eso no es lo que realmente quiero explicar. Supongo que todo esto viene porque fue en uno de estos días cuando Max expuso algo que me gustaría contar.

En ocasiones temo que Max piense que sólo quedo con él para nutrirme de ideas, porque me interesan las cosas que ha vivido, el análisis que hace de ellas, y, sobretodo, me interesa lo que pasa por su cabeza. Max no es una persona normal, se mueve por impulsos; fuma compulsivamente y por su cuerpo recorren altas dosis de cafeína, además a menudo se contradice sin inmutarse. No es de aquellos a los que le puedas recriminarle eso de “pero tu dijiste…”, no. A Max le de igual lo que pueda haber dicho y seguramente le da igual lo que pueda decir; habla sin pensar, sin filtros ni maldad y hay días en los que simplemente busca ser el centro de atención. Max no entiende de política y de los llamados valores rectos. No sabe lo que es el esfuerzo, trabajar cada día en algo que odias y no llegar a fin de mes; no le importa cómo está el yen o la situación de los casquetes polares. Lo que hace Max es observar, observa constantemente lo que sucede en la ciudad. Se fija en la gente, en las viejecitas que salen a tomar el sol matutino y se sientan en los bancos de los parques cogidas de la mano de sus cuidadoras; en los niños que gritan corriendo por las calles al salir del colegio, en las palomas asesinas, aquellas que se inmolan contra ciudadanos despistados… Y a veces Max ríe y a veces Max llora. Si alguien nota la blanquecina luz de otoño es Max; si a alguien un día gris puede tornarse en uno muy negro; si alguien sonríe por la calle al cruzarse con jovencitas; si alguien cree que tiene oportunidades. Si amar de corazón a cien mujeres fuera posible; si el tabaco fuera el alimento del alma y esquivar coches con la moto un deporte; si la última moda fuera tener pintura en todos los pantalones, siempre sería Max… Max! Max! Max! Max es un artista, quizás el único de esta maldita ciudad, y aunque a veces no venda un puto cuadro, no hay nadie que pueda negarle esa etiqueta. Si existe un artista en Barcelona, ese es Max.

La cosa es que Max se había despertado en el piso de su hermano porque este se encontraba de viaje y alguien tenía que encargarse de la perra. Así que durante esa semana Max no hizo otra cosa que pasear a Lua por Enrique Granados topándose con otros perros, sus dueños, niños que se ponían a jugar con el nervioso cocker y alguna que otra ex que momentáneamente lo sacaban de sus casillas. Fue dando uno de estos paseos cuando le sucedió lo que, según me dijo, hacía tiempo venía soñando.

Con dieciocho años a Max lo metieron en un “Centro Terapéutico” especializado en adolescentes un poco descarriados -y con algún que otro tornillo suelto- de familias pudientes. Si no sabías qué hacer con tu hijo porque había comenzado a consumir drogas y cada vez se comportaba de forma más extraña, o era filonazi, o tenías una niña mona de la parte alta de Barcelona que había decidido que su vagina era un regalo para todo aquél que la reclamara y tenías miedo de que eso comenzara a saberse en tu círculo de amigos, y que coño; si podías permitirte gastar un dineral en un centro que prometía triunfar en todo aquello que habías fracasado como padre/madre, esa era la institución a la que debías acudir. Allí Max conoció a lo mejorcito de cada casa. Gente interesante de verdad: artistas, filósofos, vedettes… De hecho uno de sus mayores amores lo tuvo en ese centro pero, como dijo una vez, “era un amor que no estaba hecho para este mundo…” Todos ellos, personajes salidos de una novela todavía por escribir, estaban a las órdenes de un solo hombre. Un hombre que se estaba haciendo rico con los problemas y sufrimientos de decenas de jóvenes de la clase alta barcelonesa. Según Max vivían en unas condiciones de guerra; hacinados en literas, comiendo basura, trabajando un huerto que no producía fruto alguno y siempre bajo su estricta vigilancia. “Era su juego”, decía Max, “El tipo hacía que lo amarás para después pasar a odiarlo, le encantaba jugara a esa dicotomía. Le encantaba saber que tu salud estaba en sus manos, que su opinión valía más que cualquiera de tus lamentos. Y nos medicaban, vaya si nos medicaban. La gente no sabe de lo que habla cuando hablan de drogas duras. Ríete de cualquier droga que podamos conseguir, las duras de verdad sólo vienen con receta y este tenía cientos, miles de ellas. Te daban una pastilla para dormir, otra para la depresión, para los brotes, los ataques de pánico, las alucinaciones. Si hubo un periodo de mi vida en el que realmente estuve drogado, fue ese. A veces no sabía ni lo que pensaba. Había días en los que me levantaba en una de esas literas de mierda y creía que estaba volando, que Aladín me había dejado una de sus alfombras y que el calendario ya no existía. No sé, fueron duros esos momentos, no sé si entiendes lo que digo”. Yo intentaba imaginarme la situación y no sé por qué todo lo que me contaba lo veía en blanco y negro y como si hiciera frío, mucho frío. “Hubo tres que después de aquello, no sé cuánto tiempo pasó desde que salieron, que terminaron en Montjuic. Si, fin de la historia… ¡Kaput! Era su juego, su maldito juego… Y el otro día al levantarme  y sacar a la perra, allí estaba él. ¡No me lo podía creer! Delante de mí con una mujer mayor cogida de su brazo, paseando tan panchamente un domingo cualquiera a la luz del sol, como si nunca hubiera roto un plato. Había envejecido y tenía una barba que antes no llevaba, pero era él. Allí, parado en Enrique Granados frente a un semáforo. No sabes lo que sentí. Decenas de imágenes vinieron a mi cabeza. De repente estaba viviendo otra vez toda esa época y me di cuenta de que, en realidad, desde que salí de aquél centro, he estado bajo su estricta mirada todo este tiempo. No me había liberado de todo lo que aquél cabrón nos hizo. Y sucedió. Inmerso en mis pensamientos, zambullido en todas esas imágenes que formaban un torbellino en mi cabeza, no me había dado cuenta de que junto a Lua había una niña pequeña. Bajé la mirada, la niña era rubia, de pelo largo y ondulado y el sol brillaba con fuerza en su cabello y todo era luz. La niña me miró como sólo los ángeles pueden hacerlo, me sonrió y me dio paz, mucha paz. Una paz que nunca antes había experimentado y fue en ese momento cuando entendí que Dios existe. Es más, creo que la niña era Dios y que bajó para decirme que lo hiciera, que no pasaba nada, que si los hijos de puta volasen taparían el sol y que lo mínimo que se merecía era eso. Así fue como me acerqué por la espalda le toqué el hombro y le dije << Usted es Enrique Pujol y no me he olvidado de usted, que sepas que me reventaste la vida y que por ello y por todo lo que nos hiciste, morirás en el infierno>>”


WAR!

Como si ya no tuviera bastante con levantarme cada mañana y luchar contra el mayor enemigo que tengo en el mundo -yo mismo-, desde hace un tiempo para acá tengo que vérmelas, lidiar, con ciertos conflictos con los que no me identifico. Como individuo de mi tiempo que soy y, quizás, debida a mi formación humanística en la que los valores del arte, de la palabra escrita, de las notas en el viento y de la libertad bien entendida -esa que, por resumir, dice que la mía termina donde empieza la del otro-, no me identifico con ninguna de las partes de esta guerra. Es cierto que, indudablemente, voy a estar más de acuerdo con los valores occidentales. Esos que desde hace siglos nos hemos esforzado por inculcar en otras regiones del mundo. Es cierto que creo en la libertad, en el amor al prójimo, en la igualdad y la justicia ¿pero cuántas matanzas hemos cometido en nombre de estas ideas? ¿cuántas veces hemos escondido bajo tan bellas palabras atrocidades que apenas somos capaces de imaginar? ¿qué habrán hecho nuestros gobiernos para que, ahora, gente que no conocemos de nada, extraños a miles de km, estén dispuestos a matarnos y causar terror? Sinceramente todo esto cada vez da más miedo y el miedo, no genera nada bueno. Gente como Marine Le Pen o Donald Trump se están frotando las manos con los últimos atentados, cosa que hace tiempo hacen ISIS o DAESH por las ofensivas occidentales. WAR! Tiempos de guerra se avecinan.  Y por ello suenan las trompetas y tambores de los media ¡Miedo! ¡Tengan miedo del otro! ¡No se esfuercen por conocerlo, por llegar a acuerdos! WAR! WAR! WAR! Es la respuesta… Si algo hay de cierto en todo esto, si algo sale victorioso de la guerra, es el VERDADERO MAL. Si el VERDADERO MAL, PORQUE EL MAL EXISTE. Es decir, las compañías armamentísticas, la ignorancia, el fanatismo de cualquier clase, la pérdida de libertades en nombre de la seguridad común, el miedo a las culturas que nos son extrañas y que, aunque ahora no lo creamos, tienen mucho de lo cual podemos aprender. Y es por ello que no voy a hacerles el juego a ninguno de los bandos. Creo que desde hace un tiempo para acá muchos han sido los errores que hemos cometido como civilización, sino no se explica, por poner un ejemplo, que las muertes de Paris nos duelan más que las de Beirut. No sé, no creo que una vida humana valga más a un lado u otro de la frontera.

Una vez dicho esto me gustaría invitar a una reflexión. Europa mejor que nadie sabe lo que significa la guerra. Somos expertos en el tema; durante miles de años nos matamos entre nosotros y después, fue precisamente ese conocimiento de cómo aniquilar al enemigo, el que nos permitió conquistar el mundo. Ahora decimos con gran orgullo que somos la CIVILIZACIÓN que los otros son los bárbaros y algo dentro mío me dice que no es del todo cierto. Desde siempre Europa ha matado a sus hermanos. Francia invadió España, Alemania intentó conquistar toda Europa, a Polonia -bueno, a Polonia la invadió todo el mundo- e Inglaterra estuvo siempre en todas las contiendas. Y yo me pregunto ¿de qué sirvieron tantas muertes si ahora somos todos hermanos? Es algo que desde que soy pequeño y entendí que existía algo a lo que se le llamaba guerra, me ha fascinado. Las guerras acaban y lo único que perdura es el sufrimiento de no tener a nuestro lado las gentes que han perecido en ella. Las ideas y agresiones que tan importantes eran al comienzo de la contienda, ahora ya han pasado a un segundo plano, pero hemos necesitado que miles de almas se pierdan por el camino. Y no olviden nunca que a la guerra no van los generales, a la guerra no van los reyes ni los presidentes, sino el pueblo; los padres e hijos, los hermanos, la madres y mujeres que nos cuidan y protegen. Sólo ellos van a las guerras. Quizás por ello creo, humildemente y porque me han dado boca para quejarme, que la única guerra que me interesa es aquella en la que sólo hay victoria y que no es otra que la guerra contra uno mismo. Que haya guerra, pero que sea espiritual y nos ayude a derrotar todo aquello de nuestro ser que debe ser despojado.