Estirado en la cama de la habitación contigua a la de Jack, la idea de terminar con su vida había perdido cualquier signo de tragedia. Quería a Jack. Era un tipo algo alocado, que tenía serios problemas mentales, pero era creativo y alegre cuando estaba bien. Y, desde que nos habíamos conocido, nuestra relación era amistosa, productiva y sencilla. Una sana relación de amistad y carcajadas. Pero no podía dejar de pensar en el el hecho de que, si terminara con su vida, no pasaría nada. En mi, dentro de mis ser, estaba tal posibilidad. Que lo hiciera o no. Bueno, que lo hiciera o no era otra cosa. Pero se podía hacer. Podía matara a Jack. Me levantaría tranquilamente, lo observaría un instante dormir y después le arrancaría las tripas con ese cuchillo de cortar carne que había visto mientras intentábamos encender el porro con la vitrocerámica de la cocina.
Eran las seis de la mañana cuando Jack me ofreció ir a dormir a su apartamento. “Mejor que te vengas a casa y no tomes el auto, no vale la pena morir por una gilipollez. Los que mueren en accidentes de coches son todos unos gilipollas. Bueno, hay que reconocer que existe gente con muy mala suerte…”, esas fueran las palabras de Jack. De modo que fuimos a su apartamento situado a unas seis paradas en metro desde donde estábamos. El viaje fue un tostón. Cuando se sale de fiesta las vueltas deberían estar prohibidas, son deprimentes y le dan ganas de volarse la tapa de los sesos a uno. Ya saben, uno piensa en todo lo que ha hecho en la noche, sus estados emocionales, etc, etc y, a no ser que haya sido una gran noche, uno tiende a pensar que hubiera sido mejor no salir. Después existen esas maravillosas vueltas a casa en las que uno no sabe ni cómo llega y en las que el viaje del punto A al B, se hace armoniosamente, como si fuera una prolongación de la fantástica juerga y, probablemente, sea una de esas noches en las que la juerga se alargará y el viaje de vuelta a casa, que será una auténtica mierda, se producirá al día siguiente o… bueno ya me entienden.
La cuestión es que llegamos a su casa. Durante el camino no hablamos demasiado. Los dos estábamos cansados, derrotados y con ganas de coger la cama. Nos subimos al ascensor y en menos de dos minutos estábamos sentado en el sofá de su salón mirando la tele. Aburrido, comencé a ver que había en los bolsillo de mis pantalones. Siempre que salgo de “parranda” aparezco con decenas de objetos, tarjetas, encendedores, cigarrillos rotos, canutillos, etc, etc. en el interior de mis pantalones. En esta ocasión encontré una china de hachís. La saqué y se la mostré a Jack el cual abrió los ojos y esbozó una diabólica sonrisa al tiempo que decía “¡nos irá bien para dormir!”. De modo que armé el canutillo y cuando me disponía a encenderlo nos dimos cuenta de que no teníamos encendedor. En toda la casa no había nada con lo que poder producir fuego, una llama que nos permitiera disfrutar del peta. Abrimos y rebuscamos por todos los cajones, detrás de los sillones, debajo de la cama, en las estanterías. Pero nada, no había manera, no existía el más mínimo vestigio de un artefacto con el que producir aquello que hacía millones de años producía el ser humano. El ser humano moderno, Dios lo salve. Jack dijo que había escuchado algún amigo suyo contar cómo había logrado encender un cigarrillo con la vitrocerámica de la cocina. El concepto era posible. Yo nunca he tenido vitrocerámica, pero Jack estaba convencido por lo que fuimos a la cocina y estuvimos una media hora intentándolo. No hubo manera. Lo más que conseguimos fue un leve humo que nacía del comienzo del join. Nada más… y la cara de Jack iba decayendo y su cansancio aumentando y al final decidió irse a estirar a su cama pues “estoy hecho polvo y mañana debo ir a trabajar; tengo que enseñarle un piso a una pareja de alemanes que quieren hacer un doctorado en literatura eslava…”. Así que Jack se fue a dormir sin olvidarse de enseñarme mi habitación. Yo pensé que eso era todo un lujo, normalmente, en este tipo de situaciones, uno duerme en el sofá, o en el suelo con algún cojín del sofá si hay más personas. Yo le sonreí y el se fue a dormir.
La cama era confortable, un buen colchón. Lo único que se podía objetar era la fina sábana que había y, contando que la calefacción no funcionaba, el frío comenzó a penetrar en mi cuerpo. Llámenme burgués pero nunca he podido dormir con frío, me resulta imposible. Supongo que fue así como comencé a darle vueltas al coco. Pensé en la noche, en lo divertido que era Jack, en la confianza que teníamos a pesar del poco tiempo que nos conocíamos. Pero el frío venía una y otra vez a mi mente y no me dejaba caer en ese estado de pre sueño, donde el cuerpo se siente cansado y lentamente, poco a poco, la mente comienza a dejar de pensar. Nada de eso estaba ocurriendo, el frío, el puto frío; frío en mis pies, frío en mis manos, frío en mis huevos y en mi pito. Frío en todas partes.
Me levanté y me fui directo a la cocina a intentar encender de una vez el maldito join. Prendí la vitro, la más grande, la que más calor debía, pensaba yo, desprender. Puse el join contra la vitro y mi cara a escasos cinco centímetros de la misma absorbiendo todo su calor y energía al tiempo que yo chupaba de aquella boquilla como la puta más desesperada de las Ramblas. No sé cuanto tiempo estuve allí, chamuscándome la cara, los dedos, el pelo, pero les puedo asegurar que fue un buen rato. Nunca subestimen el valor de un ser humano ebrio. La cuestión es que mientras estaba en esa posición, alternando subir la cabeza, con dejar el join encima de la vitro continuamente veía el cuchillo de carnicero más reluciente que había visto en mi vida. Un cuchillo afilado, limpio, en el que una mujer se podía maquillar de lo reluciente que estaba y con un mango que te permitía manejarlo a tu antojo. Un mango hecho para acometer su función, un mango destinado a una mano grande, asesina, que pudiera imprimirle la fuerza necesaria para desgarrar la piel, la carne y los tendones que encontrara en su camino. Una belleza. Pero el join no se encendía. Desmoralizado decidí estirarme de nuevo. Quizás el hecho de que mi cara fuera casi una brasa me permitiría dormir y olvidarme del frío.
Me estiré, hice algún que otro ejercicio de relajación que había aprendido en talleres de teatro cuando era un adolescente. Pensé en ella, me toqué, pero me pareció demasiado ¿Y si Jack se despertaba y me encontraba meneándomela? Y comencé a pensar en el cuchillo. El cuchillo y Jack, Jack y el cuchillo. Matarlo… podría matar a Jack. Clavarle esa belleza en el pecho y recorrer su torso de arriba a abajo. Nadie podría detenerme. Jack estaba durmiendo, su puerta era corredera por lo que no podía cerrarla y el cuchillo me esperaba en la cocina. Me levanté trastornado y me fui a la cocina. Volví a intentar encender el join sin quitarle la vista al cuchillo y pensando que lo único que me detenía era la cultura, la ética, quizás el hecho de que era Jack y no cualquier otro ser humano; si lo hacía nunca volvería a disfrutar de su compañía y eso me entristecería. Pero sin dud podía hacerlo, la decisión estaba en mis manos. Supongo que era lo último que esperaba Jack cuando me ofreció la posibilidad de descansar en su casa.
Después de una media hora, debatiéndome con mis impulsos terminé encendiendo el porro. Una alegría embargo todo mi cuerpo. Tenía que contárselo a Jack. Aunque estaba durmiendo, quizás se enojaba. Cogí el cuchillo y disfruté victorioso unas caladas del cigarro mientras clavaba levemente la punta del cuchillo en mi mano y la hacía rodar como si se tratase de una pelota de básket. Me guardé el cuchillo detrás de la camiseta caminé por el salón, miré por la ventana y, de repente, escuché a Jack removerse en su cuarto. Abrí la puerta y él sonrió “¡lo has conseguido!”. Tenía razón… Lo había conseguido.