Me encuentro ante la pantalla del portátil dispuesto a relatar la pequeña aventura que ayer sufrimos con mi hermano. Como muchos de ustedes sabrán estamos haciendo un pequeño viaje por el sur de Argentina. El objetivo de este viaje no es otra cosa que descubrir el país que, de una u otra manera, nos ha hecho llegar al mundo. Podríamos decir que no es un viaje más, no es un fin de semana en Praga, un paseo por París o una visita al amigo que, harto de la situación del país, decide ir a probar mejor suerte en… ¿por ejemplo Londres? No, no se trata de ese tipo de viaje. Desde el principio, aunque ninguno de los dos lo comentara, intuíamos que sería un viaje especial, un viaje al interior de nuestro espíritu, un viaje en el que nos deberíamos enfrentar a miedos todavía desconocidos , un viaje del que saldríamos reforzados y que nos haría creer más en nosotros… Quizás este exagerando pero la cara del conductor cuando nos recogió en mitad de la nada en la Patagonia no exageraba. Su cara expresaba asombro, incredulidad, me atrevería a decir que pánico pues nosotros ya no éramos dos seres humanos, dos boludos en medio de la Patagonia a las nueve de la noche con un frío glaciar y los pumas acechando, nosotros éramos la insensatez personificada y, cual Gandalf el Gris antes de enfrentarse a Balrog, dijo “corred insensatos” y nos metimos en el interior del colectivo a resguardo de la Patagonia y de nosotros mismos. La civilización nos esperaba…
El día había comenzado bien. Nos habíamos despertado en Calafate en el Hostel America del Sur. La noche había sido plácida, habíamos dormido cómodamente al lado de una pareja de extraños. Es raro compartir ese tipo de intimidad con alguien que no conoces de nada y sin embargo estas tranquilo y sientes cierto regocijo. Cada uno va por su lado, cada uno tiene su viaje y su experiencias pero, sin embargo, allí estás, durmiendo al lado de un total desconocido y todo está bien, todo es cordial, como si fuéramos familia, familia de viaje. La cosa es que dormimos bien a excepción de algún que otro ronquido- mi hermano dice que era yo, yo no termino de creerlo- y algún que otro pedo furtivo. Todo bien. Familia de viaje. Después de desayunar nos echamos a la carretera cargados con nuestras pesadas mochilas y con la ilusión de descubrir a pie la extensa Patagonia. Buenas vibras recorrían nuestro cuerpo.
Nacemos juntos y uno muere primero
Salir de calafate ya fue todo un logro. En estas latitudes de Argentina es corriente que haya un puesto de Gendarmeria en cada una de las salidas de las ciudades o pueblos que existen. Algo que, sin duda, haría falta en otras partes del país (todos sabemos por qué). Así que, después de caminar unos tres o cuatro km desde el centro de Calafate, nos topamos con el puesto de la Gendarmeria. Tanto yo como Theo, mi hermano, caminábamos tranquilamente dirección a los gerndarmes. Ninguno de los esperaba que sucediera nada. Éramos dos argentinos descubriendo el sur, nada más. ¿qué problema podía haber? La cuestión es que cuando llegamos a la altura de las barreras se nos acerca un gendarme y nos pide la documentación al mismo tiempo que nos invita a acompañarlo al interior de la caseta. Raro. Los dos no sabíamos a que mierda se debía tal comportamiento pero lo acompañamos sin problema alguno. Chequeo rutinario -pensé- quizás buscan a alguien con nuestra descripción, aunque no imagino ningún chorro con semejantes mochilas intentando escapar de los gendarmes, etc, etc. Mi cabeza intentaba buscar una explicación lógica. La cara del policía no mejoró al oír hablar a mi hermano. Un tipo con ese acento no puede ser argentino -parecía pensar-, pero el DNI decía lo contrario. Theo Insua, nacido en Barcelona, Argentino. Tan Argentino como el dulce de leche o las puteadas de una frase entera. ¡Argentino! Al instante aparecen dos gendarmes más. Estos más jóvenes que el primero y comienzan a explicarnos que van a tener que revisar nuestras maletas. Comienza la inspección. Van abriendo bolsillo a bolsillo lentamente. Yo, relajado, se que es inevitable. Si tienen que encontrar algo lo encontrarán. Pero primero encuentran el dinero que lleva mi hermano en uno de sus bolsillos interiores. Parecen fascinados. Cuentan la plata una y otra vez, preguntan cuanto cash llevamos encima a lo que yo respondo que no es de su incumbencia, que por qué necesitan saber cuanto dinero llevamos. La cara de Theo es un poema. Los dos pensamos lo mismo “estos hijos de mil putas nos van a afanar en las narices” y vemos como cada billete es depositado en la mesa, uno a uno, junto a nuestras pertenencias. Todo parece muy aséptico, continuamente nos dicen “pueden observar que no estamos haciendo nada malo”, lo cual nos hace sospechar todavía más. “Si, nos van a cagar, y los tipos se jactan de ello”, pero hay algo que cambia el rumbo de los acontecimientos. De mi mochila sacan un paquete de tabaco. Al principio lo dejan a un lado, yo creo que quizás tengamos suerte, que quizás la virgencita que puso nuestra abuela en uno de los bolsillos de la maleta sin que nadie supiera, nos ayudaría una vez más. Pero de repente agarran de nuevo el paquete de tabaco y se ponen a buscar en su interior. Y si, encuentran algo.
Los que me conozcan sabrán mejor que nadie que hace ya tiempo que no fumo marihuana. Me sienta mal. Aquellos que me han tenido que sufrir saben de lo que hablo. Antes fumaba. Ahora ya no. Pero de vez en cuando me arriesgo y me adentro en los misteriosos mundos que esta planta lleva a mi cabeza, la mayor parte de las veces termina en una lucha interior que percibo como si fuera entre la vida y la muerte. Fuerzas muy oscuras y a la vez luminosas me visitan y, debo decir, son pequeños aprendizajes. Esas situaciones no son del todo malas, aunque lo mejor es evitarlas. De hecho, justo el día anterior decidimos fumar un poco de esa flor que nos habían regalado en Ushuaia. Sin duda aquella era una flor poderosa. Nos estuvimos riendo un buen rato, todo era cómico, ya casi ni recordaba esa clase de planta que te hace sonreír, que, por mucho que lo intentes, no puedes dejar de hacer esa mueca. Estás feliz, alegre, y las carcajadas entre mi hermano y yo fueron muchas y muy prolongadas. Pero también llegó esa parte oscura, incontrolable, por momentos terrorífica. Las fuerzas que componen el universo parecen reunirse en tu ser. Creación y destrucción, vida y muerte, amor y odio (aunque de esto último no estoy muy seguro), se encontraban dentro mío y parecían jugar al escondite o al “pilla-pilla” entre ellas y de repente allí se encontraba LA RESPUESTA. Sin saber cómo y, lo siento pero describir la cadena de pensamientos que me llevó a tal conclusión sería un ejercicio de futilidad, pero allí estaba… Le dije a mi hermano que me marchaba a la calle, que en ese momento no podía estar rodeado de personas en otro estado, a parte “creo que el frío me va hacer bien Theo” a lo que mi hermano, asustado, con una cara de verdadera preocupación, con esa cara (si, esa cara que sólo aparece en estos estados), me dijo “pero Genaro no te vayas lejos eh!”. Theo comprendía todo lo que podía llegar a pasar, pero yo no iba a ninguna parte. Estaría allí, sentado en la barrera de madera, a escasos quince metros de la entrada, entre perros y estrellas, recorriendo paraje nunca antes vistos. Y fue allí, afuera, fumando un cigarrillo y viajando a otros universos cuando apareció en mi mente la respuesta. ¿por qué tenemos tanto miedo? ¿que sentido tiene tener tanto miedo a la existencia? La respuesta era que Dios nos ha dado la oportunidad de existir. Nos quiere o por lo menos, no nos odia. ¡Nos da la oportunidad de existir! ¿Qué hay más grande que eso? ¡Nada! Todo lo demás da igual, nuestro viaje es el que es y tiene un tiempo limitado pero se nos da LA OPORTUNIDAD. Y me es imposible imaginar que un ser que otorga tal regalo pueda hacernos daño. Todo lo que existe en la vida no es más que parte de un regalo. ¡Todo! Todo es regalo incluso aquello que más detestamos. Si, eso también es regalo. Se como suena, pero en ese momento no había mayor verdad. Después salió mi hermano y le conté MI VERDAD y él, como muchas otras veces, rompió mis esquemas. No entendía por qué se debía tener miedo, no entendía por qué se debía sufrir y lo dijo como si todo lo que yo había pensado ya hubiera sido asimilado por su mente. Allí terminó la noche. Él se fue a dormir y yo me quedé batallando a la luz de las estrellas.
La marihuana que encontraron no era gran cosa. Una simple flor o “cogollo”, como dicen donde crecí, y un cigarrillo ya liado que contenía un décima parte de maria, todo lo demás era tabaco, pero ellos lo separaron de todas formas. La cara de los dos gendarmes cambió totalmente. Comenzaron a hacer múltiples preguntas: a dónde íbamos; que donde lo habíamos conseguido; que cuanto habíamos pagado; que si teníamos algo más que era mejor que se lo dijéramos porque sino iban a comenzar los verdaderos problemas. A lo que, nosotros, dentro de nuestro nerviosismo, actuamos con bastante calma diciendo la verdad; que nos lo habían regalado, que no fumábamos habitaualmente y que por mucho que buscaran no iban a encontrar nada más pues éramos “buenos chicos”. A pesar de nuestras advertencias estos registraron todas la mochilas a fondo. Era la primera vez que me hacían un registro de esta clase y la verdad es que los tipos se esmeraban en encontrar algo más, (¡si todo en argentina se hiciera igual seríamos una potencia mundial!). Parecían no poder creer que sólo tuviéramos esa flor. Una y otra vez habrían y rebuscaban por cada uno de los recovecos de las mochilas. Pero estábamos tranquilos, no iban a encontrar nada más. Theo y yo lo sabíamos, bueno, yo lo sabía, mi hermano creo que no estaba tan tranquilo y ciertas ideas recorrían su cabeza. Pero nada iba a ser así. Eso era lo único. Lo realmente importante era la “pasta”, la “plata” el maldito dinero que uno de los gendarmes no paraba de contar una y otra vez y al cual le brillaban los ojos. Destellos de codicia podían observarse en su rostro a la vez que decía “mierda, esta gente lleva más plata de lo que gano en un mes” y una risa burlona, casi maléfica lo acompañaba. El otro tipo estaba centrado en mi mochila (la mochila en la que había sido descubierta la droga). Sacaba ropa, libros, libretas, ropa sucia… Y de repente sacó la virgencita que había guardado mi abuela. El tipo la miró, dijo algo así como un “mierda, ¡la virgen!” e inmediatamente se santiguó. Os parecerá una tontería, pero estoy comenzando a creer en el poder de estos iconos. por lo menos parece que en la gente tienen poder. El tipo no volvió a actuar del mismo modo. Nos miraba con más bondad y respeto y, al contarle que mi abuela era la que la había escondido, pareció comenzar a ponerse de nuestra parte. Las amenazas fueron decayendo, el nerviosismo general de todos los gendarmes que iban entrando y saliendo de la sala, mirando “la plata” e inspeccionando la flor, fue decayendo y fue entonces cuando entro en escena el oficial. ¡El oficial era un chaval de veinticinco años! Un chico que parecía estar jugando a indios y vaqueros. Yo no podía dejar de reírme hacia mis adentros. Pero la cosa era seria y, aunque se me escapaba una leve sonrisa cuando hablaba con él, me comporté e incluso llegó a caerme bien. A pesar de que nos intentaba meter miedo diciendo que lo mejor que podíamos hacer era decir donde estaba la “mierda” que si la encontraban ellos sin que nosotros se lo dijéramos nos iban a encerrar en un calabozo hasta el lunes (era viernes) y, que como no tenía mucha nafta, a lo mejor no nos llevaba hasta Río Gallegos hasta el martes por lo que nos tendríamos que “cagar de frío” durante cuatro días pues la celda no tenía calefacción, etc, etc, etc, era un buen tipo. Sus amenazas no surtían efecto. El oficial poco a poco iba comprendiendo que éramos “buenos chicos”. Que todo eso había sido una casualidad, que normalmente no fumábamos, que, “¡por dios! las drogas son malas y te hacen ser parte de las hordas que conforman el ejército de Lucifer”. Y poco a poco fue aceptando que no iba a sacar nada de todo eso. Que sólo había esa flor, nada más. Fue entonces cuando de un modo ya más distendido, le pregunta a Theo el por qué de su DNI argentino, a lo que mi hermano, mi querido hermano, no se le ocurre otra cosa que decir que nuestros padres tuvieron que “huir del país por la dictadura y todo eso”. Yo no terminaba de creer lo que salía de la boca de Theo, pero que le podía hacer, ya lo había soltado. Un silencio recorrió la sala, fueron solo unos instantes, pero todos estuvimos pensando lo mismo. A mi mente llegaron fotos y más fotos de desaparecidos y de familiares que fueron torturados. Pero Theo no sabía nada. Un momento, un silencio, que lo expresaba todo. Gendarmes callando ante lo inexplicable, gendarmes callando ante la barbarie humana, gendarmes aceptando su error, gendarmes, gendarmes, gendarmes mirando al suelo…
Después de otros diez minutos de buscar y rebuscar se dieron por vencidos. El arreglo sería que nos decomisarían la maria y que, puesto que no llegaba a los tres gramos (explicar como pesaron en la balanza la dichosa sustancia daría para una novela, sólo decir que el cigarrillo que, en su mayor parte era tabaco, lo pesaron entero), nos dejarían seguir con nuestro viaje al Chaltén. Pero antes un buen consejo “ya saben que la droga es mala, primero comienzas fumando uno, después otro, ahora pruebo esto, quizás más adelante pruebo otra cosa… ya saben, se comienza por esto y… había un amigo que decía (el oficial se miraba la entrepierna) nacemos juntos y uno muere primero y ¿qué sentido tiene vivir sin eso?” Gracias oficial, buenos días y hasta nunca…
La virgen de Lujan
El puesto de los gendarmes ya quedaba atrás pero fue inevitable comentar la suerte que habíamos tenido, nuestras sensaciones mientras ocurría todo el “episodio” “cagadas” que podía llegar a realizar el otro. Pero bueno, al final no pasó nada. Nos dejaron continuar con nuestro viaje deseándonos buena suerte y no volver a vernos jamás. La ruta once estaba frente a nosotros y nos faltaban unos treinta km para poder llegar a la ruta cuarenta. La que tenía que ser nuestra ruta, aquella que nos llevara al Chaltén (un pueblo que no sobrepasa los trescientos habitantes, un pueblo nuevo, creado hace no más de veinte años para evitar que Chile reclame ese territorio como propio) y, desde allí, seguir subiendo hacia el norte argentino. Así que estábamos ya en camino, fuera de Calafate y libres, que supongo era lo más importante. Por todo ello estábamos de buen ánimo. Hacer dedo hasta el Chaltén parecía una maravillosa idea. El día era inmejorable, apenas hacía frío, el sol bañaba nuestras caras y los paisajes -quizás sea un poco pesado con esto, pero si alguna vez tienen la suerte de poder verlos me comprenderán- iban asombrándonos constantemente, a nosotros no nos gustaba conducir, sino andar y disfrutar de cada paso y vaya si lo hicimos.
Después de unos, hay divergencias en tema de kilometraje, siete o diez km andados intentando que algún ciudadano de Calafate (Santa Cruz) nos acercara a la ruta cuarenta o, si podía ser, al mismo Chaltén me di cuenta de que no llevaba la indumentaria adecuada. Mi ropa interior estaba comenzando a causar estragos en mis nalgas y muslos. Cada paso se estaba convirtiendo en un pequeño tormento para mi piel. Aquí, en Argentina existe una expresión que yo heredé desde pequeño y que en España no parece tener traducción o por lo menos pierde el dramatismo que le imprime la expresión argentina. Es decir, el culo y los muslos se me estaban “paspando”, irritando, volviéndose de un color que no pertenece a mi cuerpo y que presagiaba dolores no muy recomendables para un tipo que pretende ir a dedo hasta el Chaltén a unos doscientos km de donde nos encontrábamos. De modo que me paré y saqué de la balija, que tan amablemente habían desordenado los gendarmes, unas mallas y me las puse. Theo no entendía tanto dramatismo y lo comprendo pues él es delgado, apenas come lácteos y la carne hace años que no la toca. Nada que ver conmigo. Desde que he llegado a mi querida Argentina debo haber aumentado unos diez kg. Por lo tanto ya se me podría considerar un gordo, gordito (si quieren ser cariñosos) o, como decía Cartman “fuertecito”. Si, ya no soy más un ser humano. Creo que me parezco más a un miura o quizás a un gorila que al llamado “ser racional”. Sin duda he mutado, ya poco queda de aquél Genaro que tenía cierto éxito entre las mujeres. El dulce de leche, los asados, la pasta y el innumerable e inabarcable número de comidas y comiditas ricas que hay en argentina es un reto para cualquiera que no haya vivido aquí. Aquí no existe la anorexia, no creo que siquiera puedan deletrearla. No señor, aquí se come, se come a todas horas y no hay mejor manera de mostrar gratitud que darte algo de comer. Además el mate no ayuda. Tienen que tener en cuenta que aquí se toma mate a todas horas y, lo normal, es acompañarlo con algún tipo de masita, galletita o factura por lo que el nivel de gente “fuertecita” en Argentina es sensiblemente mayor que en otras partes del mundo. Comida no falta. De todo lo otro no hay duda que hay muchas carencias pero para morir de hambre en estas tierras hay que tomárselo en serio.
Ya con las mallas puestas y disfrutando del confort de la licra resbalando en todas aquellas partes, seguimos caminando a buen paso. Alegres, joviales, “on the road” con un objetivo en mente: El Chaltén (otro de los lugares mas bellos del planeta). Después de unos cuarenta o cincuenta minutos andando paró un auto. Era una furgoneta de esas que no tiene parte trasera, el típico vehículo que tiene un currante en esta parte de argentina. Buenas sensaciones. En la primera hora de ruta ya nos toma alguien. ¿qué más se podía pedir? El tipo era un salteño de no más de treinta años. Un buen hombre, un currante que se había venido del norte a hacer plata y, como nos contaba, cada tanto se iba a Salta desde Calafate conduciendo su furgoneta. Una locura. Son mas de cinco mil km lo que separa Salta de Santa Cruz o, lo que es lo mismo, ir de La Coruña a Moscú conduciendo solo… Un valiente sin lugar a dudas. El trayecto no duró más de diez minutos. Durante el trayecto hablamos de la flor a y la fauna del lugar, de los guanacos (una especie de llama) y de los pumas y de como estos últimos no solían acercarse a la carretera, pero que, como él decía, sin duda los pumas se alimentaban de los guanacos, aunque no creía que la carne de guanaco fuera muy rica. Pasados los diez minutos de trayecto nos dejó en la entrada de la ruta cuarenta y nos deseó la mejor de las suertes. La ruta cuarenta es como una especie de ruta sesenta y seis estadounidense. Empieza en Río Gallegos y termina en Bolivia. Cinco mil trescientos km de ruta, más de la mitad de sudamérica… Y nosotros en sus inicios con una botella de litro y medio de agua, un bocadillo de manteca y dulce de leche y dos paquetes de galletas. Nada más. Sin tienda de campaña, sin un mechero ni nada con que defendernos de posibles agresiones (tanto humanas como animales). Pero estábamos contentos. En cada uno de los carteles que nos encontrábamos -que no eran muchos- nos hacíamos una foto, por aquello de ver cuanto íbamos avanzando y todo eso.
La ruta principalmente era recta, de vez en cuando aparecía alguna leve curva y alguna que otra colina. Pero la mayor parte era recta, como queriendo expresar que aquello no tenía fin. Carretera perdiéndose en el horizonte, en el infinito, en montañas que por su inmensidad parecían cerca pero que en realidad estaban lejos, muy lejos de donde nos encontrábamos. Pero el clima era benigno y nuestro humor mejor. Paso a paso íbamos dejando atrás colinas y prados, carteles y todo tipo de nubes y nadie paraba. La verdad que los santacrucinos son una raza especial. Todos los autos que aparecían, los cuales eran pocos, nos hacían señas que no llegábamos a entender. Algo así como voy “pa lante” y nosotros pensábamos “¡si, “pa lante” nosotros también!”, pero no había manera de que nos recogieran. Auto tras auto, ninguno paraba, pero la esperanza no se perdía. Eran la una de la tarde y antes de que oscureciera seguro que alguna alma caritativa nos podría acercar unos km, por lo menos a alguna parte donde existiera algún tipo de vestigio de civilización. Pero parecía que no iba a ser tarea fácil.
Los km iban pasando, el tiempo parecía no existir, sólo carretera, cielo y montes. El silencio, cuando no hablábamos era tan profundo que casi dolía. Es raro escuchar el silencio. Sin darte cuenta te sumerges en estados muy profundos de comunión con el universo. Silencio es de donde venimos, silencio es muerte, silencio, silencio en todas partes, ni siquiera el viento quería romperlo. ¡Tao! A mi mente venían aquellos maestros que se perdían en los bosques y se fundían con él, escuchando el rumor de los ríos, el cantar de los pájaros o el fru-fru de las hojas de los árboles. ¡Tao! Pero eso era otro tipo de Tao. Aquí no había nada de todo aquello, sólo silencio, un doloroso silencio que lo impregnaba todo. Paso a paso, silencio, carretera, montes y otra vez silencio, más silencio y la inmensidad de la tierra patagónica ante nosotros. Describir eso es casi imposible. Es otro plano de existencia. Quizás si nosotros fuéramos beduinos no hubiera sido lo mismo. Pero para Theo, para mi, estar allí era traspasar cualquier plano de conciencia conocido. Todo parecía posible. En mi mente aparecían ovnis aterrizando frente a nosotros, apariciones de la virgen de Jesús, de Thor o Zeus, ya no sabía que creer, incluso había momentos en los que el cielo parecía estar peligrosamente cerca “sólo espero que no se nos caiga el cielo encima”, llegué a pensar.Silencio, carretera… y de repente, sin previo aviso, una cabecita aparece tras un monte. “¡Genaro! Un guanaco” gritaba Theo, “¡un guanaco, un guanaco!” y cada vez eran más. ¡Guanacos por todas partes! Sin saber qué hacer ante nuestra presencia. Nos miraban, me atrevería a decir que nos estudiaban, con sus ojitos y sus largos cuellos. El guananco no es precisamente un animal pequeño, diría que es un poco más grande que un ponny y había decenas de ellos. Si en cualquier momento decidían ponerse de acuerdo y embestirnos… bueno, quién sabe qué no habrían hecho con nosotros. Pero por suerte se ve que el guanaco no es de carácter violento y mucho menos “comunista” ante las incursiones ajenas. Por lo que se ve es un grupo unido pero aquí se salva quien pueda…
De la Virge de Luján se dicen muchas cosas. En Argentina es una Virgen poderosa y se le atribuyen innumerables curaciones y todo tipo de milagros. Como ya he dicho no creo demasiado en todo ello. La historia de la Virgen de Luján es curiosa. Se dice que era una virgen que estaba siendo transportada desde el norte al sur de argentina. La virgen se encontraba en un carro tirado por mulas con dirección al sur, no se exactamente a qué punto de la geografía argentina, pero al sur, eso seguro. La historia o la leyenda, como ustedes prefieran llamar a este hecho, dice que en un momento las mulas se pararon y no había forma humana de moverlas. Palazos, estacadas, piñas y todo tipo de crueldad que puedan imaginar, eran inflingidas a las mulas pero estas no se movían, parecían estar dispuestas a morir antes que dar un paso más. De modo que se decidió dejar a la virgen en ese sitio y a raíz de ello se construyó una basílica en el mismo lugar en el que se pararon las mulas. La virgen había encontrado su sitio. Luján, pueblo de la provincia de Buenos Aires y a no más de setenta km de la capital argentina, sería desde entonces el lugar en el que se encontraría a una de las vírgenes más importantes del país. Incluso los gendarmes parecen temerla o venerar sus poderes. Yo no creo en nada de esto pero siempre me ha gustado la magia de estas historias. ¿Cuál sería el motivo de que esas tercas mulas se pararan allí, justo allí y no en otro sitio? Quién sabe, supongo que es algo que nunca descubriremos. Pero lo importante es que se pararon y la virgen encontró su sitio y, de paso, su nombre ya no sería una virgen cualquiera, sino la de Luján. Andaba yo pensando en todo esto cuando comenzamos a hablar con mi hermano sobre qué habríamos hecho si los gendarmes no nos hubieran sacado la flor que llevábamos. Los dos llegamos a la conclusión de que probablemente, y con los paisajes que teníamos antes nuestros ojos, hubiéramos decidido fumar un poco de ese cigarrillo que ya estaba liado. Seguramente habría sido la peor idea posible, quién sabe qué tipo de insensatez podríamos haber llevado a cabo en ese estado. Y comenzamos a darnos cuenta que, otra vez, la Virgen nos estaba ayudando. Comenzamos a creer en el poder la Virgen, lo veíamos nítidamente: “la virgen ha hecho que los gendarmes nos libren de la flor”. Todo parecía tener sentido y nos sentíamos protegidos. Nadie nos llevaba, nadie paraba siquiera a ver como estábamos. Las horas iban pasando y la carretera no se terminaba, cualquier signo de civilización estaba a decenas de km de donde estábamos pero teníamos a la virgen y eso parecía ser mucho.
Cada x km decidíamos parar y descansar un poco nuestros ya maltrechos pies y hombros. Un sorbo de agua, unas galletitas y vuelta a la carretera. Las teorías sobre qué haríamos si nadie nos rescataba y nos acercaba a algún lugar habitado, iban sucediéndose. Encontrar un lugar resguardado del posible viento y de la lluvia parecía ser lo más urgente. Eran algo así como las cinco, el cielo comenzaba a oscurecerse y los autos de los amables santacrucinos pasaban a toda velocidad ante nuestro asombro. Nadie paraba y no podíamos dejar de pensar que, nosotros, en su lugar, por lo menos pararíamos para ver si todo esta bien. Aunque esto no dejan de ser suposiciones. Todos sabemos que lo más normal es no parar. “Que le jodan”, “malditos boludos en medio de la patagonia” parecían decir. De repente encontramos algo que, aunque nadie lo dijera, tocó algo en nuestro interior. El hallazgo se trataba del cráneo de un guanaco.Quizás un mal presagio de lo que la ruta cuarenta hace a los más débiles. Lo pusimos en medio de la carretera y le hicimos una foto. “Cráneo de guanaco en medio de la ruta cuarenta fotografiado por dos boludos que pueden llegar a correr el mismo destino”, así se podría titular la fotografía. Guanacos… pobres bichos. Más adelante, kilometros más adelante, encontramos un guanaco en descomposición que se había quedado atrapado por un alambre, apenas quedaban algo más que las patas, todo lo demás parecía haber sido devorado por un puma, quizás varios. Theo no creía lo mismo, o no quería creerlo. Yo creo que no había lugar a dudas. Había pumas, eso ya lo sabíamos. Pero parecían estar más cerca de lo que pensábamos en un principio.
Poco a poco nos fuimos marcando pequeños objetivos. Cada cartel de la ruta parecía ser una meta que alcanzar y el hecho de llegar a ellos nos reconfortaba. Era como si estuviéramos en el buen camino cada vez que llegábamos a uno de ellos, pero, como ya he dicho antes, no abundaban. De modo que entre cartel y cartel pasaban largos minutos, incluso horas. La idea de pasar la noche en medio de aquél pedazo de tierra poblada por guanacos y por pumas que no veíamos, iba cobrando cada vez más fuerza. Teníamos que abrigarnos bien y compartir el saco de dormir que tenía Theo. No había fuego, no teníamos mechero. Para mi la idea de tener un fuego con el que calentarnos y repeler posibles ataques de pumas era fundamental. Pero no había encendedor. La única solución parecía hacer un fuego como los primitivos, frotando un palo contra otro. Pero ninguno de los dos tenía esperanzas de que eso realmente fuera a funcionar. Nadie lo había hecho nunca y, bueno, una cosa es verlo por la tele y otra cosa hacerlo. En mitad de todas estas teorías de supervivencia básica encontramos un cartel que anunciaba un mirador a un km de distancia. Un km, “un km no es nada”, nos dijimos. “Quizás allí haya alguien parado”. Nuestros pasos se aceleraron ante la posibilidad que se nos presentaba. Llegamos como pudimos al mirador, con los pies, los hombros y, en mi caso, el culo alarmosamente “paspado”. Pero llegamos. Theo cojeaba cada vez más. Había comenzado a quejarse de su pie derecho al cabo de unas tres o cuatro horas de iniciar la caminata. Ahora llevábamos unas ocho horas andando. Pero llegamos al mirador, que era lo importante y ¡Aleluya! Allí encontramos a alguien. Se trataba de un camionero que estaba disfrutando de las hermosas vistas, pero sólo vernos comenzó a introducirse en la cabina e incluso llegó a arrancar el motor. Nosotros, desesperados, corrimos en su dirección. No quiero imaginar la postal que vio. Dos hombres maltratados por la ruta cuarenta, uno cojo, otro con las plantas de los pies inflamadas y el culo en carne viva. Dos zombies en medio de la ruta cuarenta, en medio de la Patagonia, a decenas de km de cualquier posible ayuda, rogando que no se fuera…
El tipo, en un acto de filantropía poco usual en estas carreteras, paró. Asombrado nos preguntó a donde íbamos le dijimos nuestro destino y él, asombrado, dijo que volvía para el Calafate, que venía del Chaltén pero que tenía que volver a Calafate. No importaba necesitábamos información de primera mano. ¿quedaba algo cerca? ¿tenía un mechero que prestarnos para poder hacer un fuego por la noche? La primera respuesta fue esperanzadora. Se suponía que en unos quince o veinte km había un puesto de seguridad vial llamado La Irene. Un pedazo de civilización en medio de la ruta cuarenta, donde, él creía nos dejarían dormir… vistas nuestras condiciones. La respuesta a la segunda pregunta fue un simple “lo siento, no fumo”. Dentro de lo que cabía eran buenas noticias. Eran algo así como las seis y media de la tarde. Ya era casi de noche, pero La Irene no quedaba a más de seis horas andando. Llegar, llegaríamos… Nadie se atrevía a predecir una hora.
Caminar a oscuras por en medio de la patagonia es, como mínimo, para valientes. Oscuridad absoluta por todas partes, los dos magullados espiritual y físicamente (todavía hoy, días después, me cuesta sentarme y no, no tiene la menor gracia…) pero teníamos nuevamente un objetivo: La Irene. Un pedazo de paraíso en medio de la ruta cuarenta. El cuerpo humano es una máquina altamente resistente, parece que sólo le hace falta una idea, un motivo y toda la maquinaria física está dispuesta a morir por conseguir esa meta. La realidad es que, por muy demacrado que te sientas, sigues hacia delante, por la meta, por un objetivo, por La Irene… Los autos seguían sin parar y, para terminar de redondear el panorama, comenzamos a escuchar lo que parecían ser los llantos de un cachorro felino. ¡Pumas! ¡Ya están aquí! Los dos nos quedábamos callados intentando descifrar si eran los llantos de un felino o cualquier otro objeto de la Patagonia que nos estaba jugando una mala pasada. Sin sacar nada en claro decidimos seguir la marcha. Esto ya no era más un viaje de placer. Todo se había convertido en una pequeña y salvaje pesadilla. Dos urbanitas, dos europeos, dos boludos perdidos en mitad de la nada en la Patagonia. De repente dejamos de hablar entre nosotros. Estábamos más preocupados de ver otro cartel que nos dijera que la Irene se encontraba más cerca. Necesitábamos saber cuanto quedaba. Pero no había manera, los carteles parecían haber desparecido. Yo miraba en todas direcciones, pero era inútil, no era posible ver a más de dos metros. La oscuridad era total y nos asaltaban toda clase ruidos desconocidos, ruidos indescifrables para nuestras mentes urbanas. Cada uno de los pasos que dábamos significaba incrementar el dolor. Los pies parecían estar gastandose contra el asfalto, Theo cojeaba cada vez más, los huesos de la planta del pie penetraban la carne y mi culo era un incendio. No había bombero que lo pudiera apagar… Los autos seguían sin parar, los dos ya comenzábamos a pensar que “estos santacrucinos de mierda son realmente mala gente”, yo imagino lo que podrían pensar ellos al vernos: “mirá estos dos gallegos en medio de la nada, a oscuras, rodeados de pumas… ¿a caso no se dieron cuenta de que ya no están en España, que lo más cerca que tienes es como la distancia entre Barcelona y Zaragoza?”, pero eso no parecía enternecerles el corazón. Pasados unos km yo decidí, sin consultarlo con Theo, que daba igual en qué sentido viniera el vehículo. Si se dirigía de nuevo a Calafate sería bien recibido. Ya daba igual llegar a la Irene. Todo mi cuerpo, nuestros cuerpos lo pedían. Éramos carne fresca para pumas, las magulladuras seguro eran percibidas a decenas de km y para más sorna en mi ipod sonaba “common people” (versión de Manel). Éramos gente normal en medio de la Patagonia, dos hermanos a punto de morir, volatilizarnos, fundirnos con el universo de la manera más drástica, natural y salvaje… Pero teníamos a la Virgen de Luján de nuestro lado.
En un acto de desesperación patético logramos parar un colectivo en dirección a el Calafate. El tipo nos miro y nos preguntó donde íbamos. Nos miramos y le dijimos que a La Irene, a lo que él, con cara de incrédulo pues eran las nueve de las noche, hacía frío, no teníamos comida y parecíamos salidos de un campo de concentración, contestó “¡nooooooo, pero la Irene está a cuarenta o cincuenta km!, yo acabo de pasar por allí hace unos veinte minutos…”. Lo miré y le dije “en ese caso, nos subimos al colectivo, te pagamos lo que haga falta…” Y fue entonces cuando le vi las alas, eso no era un hombre, era un ser divino enviado por la Virgen. “Si claro, suban, faltaría más” y, guiñando un ojo añadió “ya lo pagan en la terminal”. Subir a ese colectivo es una de las mayores alegrías que he experimentado. Sólo sentarnos nos dimos cuenta del nivel físico en el que nos encontrábamos. Derrotados por la Patagonia y su ruta cuarenta. Cincuenta km de insensatez que deshicimos en colectivo. Tardamos unos cuarenta o cincuenta minutos en deshacer lo que habíamos andado. Llegamos a Calafate y nos fuimos directos a la Fonda a comernos unos vacíos. Ya no éramos más presas. San Lorenzo jugaba contra Quilmes, Pepsi y carne ante nosotros y yo sentado con la cadera, disfrutando de cada bocado. Disfrutando de la luz, de los sonidos conocidos, de la tv y la compañía de extraños a mi alrededor. Todo estaba bien, en unos días volveríamos a asaltar el Chaltén pero esta vez en colectivo, a la urbanita y mi trasero disfrutando de la suavidad de un buen asiento. Creo que era Machado el que decía:
“Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar…”
Sólo puedo decir que estos han adquirido un nuevo significado. Machado nunca caminó por la ruta cuarenta…